El sueño de Louisa


A Louisa le pareció que ya era la hora de despertarse. Era verano y el sol ya había marcado tarjeta entre los huecos de la persiana, pero de todos modos sentía tanto sueño que la  idea de verse expulsada de la cama no le agradaba en lo más mínimo. Permaneció en pausa. Boleó los ojos y luego de reflexionar por unos pocos segundos se convenció de que ya no quería volver a sufrir ese cotidiano y tedioso momento de despertarse y andar con un par de yunques colgando de los párpados. Entonces se le ocurrió que para evitar esa cruel y rutinaria obligación debería simplemente no volver a dormir jamás.
El primer día transcurrió según lo que ella había planeado (sin ningún altercado). La primera noche fue la novedad pero tampoco fue un problema (no era la primera vez que pasaba por alto dormir). Sobredosis de café, cigarrillos y  cine shampoo. Se preguntaba cuánto podría aguantar (y se respondía en voz alta)
El segundo día fue más adrenalínico. Louisa sentía esas típicas palpitaciones en el pecho  y acelere en el cuerpo (y el pelo con ese clásico deje de grasitud). El axioma era nunca detenerse, nunca sentarse. Ni hablar de juguetear con el placer que genera el cerrar los ojos por un momento. El desafío de gambetear al sueño, no darle ventaja, aniquilarlo. Cayó la segunda noche y como ya era viernes no hubo mayores dificultades. Maquillaje, tacos altos, jugo de naranja con vodka, previa, taxi, disco, taxi, after (y más after). Así  transcurrió su fin de semana, cual zombie. Frustrándose por no poder morder algo de almohada pero sobreviviendo (léase entre líneas)
Louisa se sentía un todo. Exhausta y viva. Frenética y delirante. Auténtica e idiota. Serena y sedada. Los tiempos se sucedieron (unos tras otros, claro está). Golpeó el invierno y pasó, y a esa altura Louisa ya acumulaba el record internacional casero vecinal de horas sin dormir. En el trabajo le habían otorgado su merecida licencia psicológica, en las discos carnet de socia vitalicia. Por su sistema sanguíneo corría nicotina y cafeína (y esas cosas) a la par de los glóbulos rojos y blancos (y esas otras  cosas). Los ojos hoscos. La piel de lagarto. El pelo soga. Los huesos flores.
Fue un domingo a las siete y pico de la tarde. Hacía bastante frio, corría no mucho viento.  La casa era de otro siglo (de los viejos, donde la humedad y los olores y la gente eran lo mismo).Chillaba la pava y el cenicero vomitaba humo. La ducha escupía vapor a la sala y el ruido del agua sobre los azulejos era correspondido por algo de Zappa. Desde donde estaba Louisa se entreveía su habitación. La cama deshecha, en ruinas. Ella estaba sentada sobre una silla vieja de madera. La silla de frente a la ventana del living room. La ventana daba a la calle y la calle a un terreno baldío. Sus ojos clavados vaya a saber uno dónde. Ya no sentía  el cansancio, ya no sentía el sueño, ya no sentía. La última vez que lo vio, había sido una noche de verano. Había llorado lágrimas y sangre. Mientras se le desgarraba el alma se había quedado dormida. A la mañana siguiente le había parecido imposible despertarse (de ese momento ya habían transcurrido quizás unos mil años). Como las tardes de domingo no saben esperar, los minutos seguían perdiéndose sin remedio. A Louisa le llamó la atención oír un despertador, o era un pájaro o bien, no era nada. La pava había llorado hasta vaciarse, el cenicero refugiaba los últimos restos de tabaco, el baño desaparecido entre la niebla. Todo se transformaba en la misma cosa. Todo se volvía vapor. Nebulosa y vapor (y Zappa). Louisa permaneció expectante y entregada. Quiso hablar, quiso callar. Quiso moverse. Cerró los oídos y se decidió. Lentamente bajó la persiana. La ventana quedó oculta. La casa oscura. Ella oscura. Oscuro todo y todo oscuro y el final del sueño de Louisa.



23 de Febrero del 2011- San Pablo, Brasil.