Un camionero

Levanté la cabeza, enfoqué y las vi. Primero distantes, siamesas y luego cercanas, divorciadas. Dos luces redondas, blancas, cegadoras. Bajé la vista y volví a ver las mismas dos luminiscencias aunque ahora deformadas, casi amorfas, reflejadas sobre el asfalto húmedo. Fue entonces que se me ocurrió hacer rápidamente una prueba muy sencilla. Detuve mi vista en el punto medio entre el  guardabarros y la ruta y con muy poco esfuerzo ya eran cuatro los destellos visibles en el camino. Después cerré los ojos (mis ojos) y todas las luces habían desaparecido (para siempre o por lo menos para ese siempre que significaba  ese momento perecedero  o perpetuo)
Circunstancialmente  me gano la vida trabajando como camionero (a veces ni la empato). No sé si es lo que preferiría ser pero es lo que me toca (y hasta me manosea). En fin, el quid de la cuestión es que debido a mi modus operandi  como mortal, me encuentro continuamente viajando de una ciudad a otra. Miro las rutas de frente y espalda. Llevo y traigo, voy y vengo. Y cada vez que voy es un me voy. Me voy de mi ciudad, de mi barrio, de mi casa, de mis afectos.  Me lanzo al derrotero de líneas punteadas y campos y peajes y paisajes y estaciones de servicio. Se da siempre que cuando la ruta me encuentra en pleno romance con el parabrisas, a eso de la una de la madrugada me detengo obligadamente a pensar en lo mismo. Una y otra vez el mismo pensamiento: ¿Alguien sabe realmente dónde estoy? Y no me refiero al hecho de que sepan que estoy en viaje hacia tal lado o más o menos en el kilómetro tanto. Sino en el sentido estricto de si se imaginan siquiera que estoy haciendo, pensando, viendo, dubitando, creyendo y dónde (en que metro exacto) estoy. La respuesta es siempre la misma. NO. Nadie lo puede saber. Entonces me adentro para mí adentro y deduzco que si nadie sabe dónde estoy y qué soy en ese preciso instante es porque ya me perdieron el rastro, nadie sabe de mí. Y si ya nadie sabe de mí es porque en un sentido no estricto he dejado de ser para ellos. He dejado de existir. He desaparecido. Paso a ser una mera imagen en la memoria de quienes me conocen. Me transformo en un ente conformado por las impresiones y adecuaciones  de cada uno y por sobre todas las cosas por el recuerdo (vago o no) de la última vez que me vieron. Me vuelvo sólo eso. Una luz que aparece y desaparece
Y lo mismo los demás para mí. También dejan de existir. Me pasó en una oportunidad en uno de los tantos viajes de larga distancia que me llamaron por teléfono para avisarme que Dorita se había ido. Nunca tan puntuales  y quirúrgicas palabras. Lo primero que me pregunté fue si realmente se había muerto porque para mí ella ya había dejado de existir en el mismo momento que mi camión partió de casa. El momento crucial (y aquí la realidad) sería a mi regreso cuando  yo comprobara que ella ya no estaría exactamente igual, en el mismo estado y lugar donde yo la había visto por última vez. Ya no sabría dónde encontrarla (y ahí es donde la ficha empieza a descender, a caer) Y como este ejemplo, una parva.
A diferencia de otros pensamientos o revelaciones o divagues que me acompañan al volante, en esta ocasión lo estoy escribiendo. Y no lo escribo porque sí. Lo escribo por una absoluta y única razón. Así que a vos que ahora mismo me estás siguiendo, te tengo que decir gracias. Y digo gracias porque escribo por una absoluta y única razón. Escribo por el miedo que me genera dejar de existir.



1 de Mayo del 2011, Junín, Argentina.