Las hojas caducas

Te disponías a recoger tu ropa del suelo mientras tus dotes de mujer amante regresaban corriendo desesperados a ese rincón que tan bien supiste mantener en secreto durante largos años. Si alguno de los dos hubiera sido adicto al tabaco, el humo de un cigarrillo hubiese coronado aquel tiempo y espacio. Pero ninguno tenía el hábito de fumar y tampoco ya había tiempo, ni espacio.
Desde aquella cama de piedra (o de piedra en aquella cama) contemplaba como te ibas vistiendo y cubriendo. Desde adentro hacia afuera. Lentamente. Primero tus ansias de mas, luego tus indecorosas deseos de desearme. Cubriste con desden tu orgullo y acto seguido y para finalizar, tu ropa interior, seguido de tu jean y tu camisa. Yo continuaba desnudo (todo desnudo). Nos miramos a los ojos. Yo a los tuyos y supuse que vos también mirabas a los tuyos aunque reflejados en los míos (que ya estaban casi vacíos). Yo dudaba de si te habías sentido cómoda. Vos estabas convencida de que nunca mas me ibas a volver a ver.
La ceguera de aquellos días anticipaba un otoño por demás amarillo. Las hojas de las acacias cubrían el parque. Las hojas de mi cuaderno tapizaban a las de las acacias. Pasaron años sin saber de vos. Pasaron décadas sin saber de mí.
La calidez de España ahora me resguarda y me devuelve de a ratos los aires que alguna vez tuve. Quizás hubiera preferido vivir en otro país o al menos en otro hogar. En fin, no soy feliz pero al menos estoy seguro (y los demás también). Las paredes de "Nuestra Señora de la Fuentecilla"* hacen las veces de confesionario; mis compañeros de cuarto me permiten pensar que no soy el único; los doctores son mis guías y mis escritos (junto a la medicación) son mi cable a tierra.

* Véase "Los renglones torcidos de Dios" de Torcuato Luca de Tena (N. del ed.)

26-6-2009 Madrid